En una excursión por el Pirineo en la pasada primavera, me encontré de forma casual con una colonia de rebecos. Intuyendo que podría tratarse de su territorio habitual, desde entonces he regresado en un diferentes ocasiones con la ilusión de poder verlos y retratarlos.
Gracias a estos encuentros he llegado a aprender algunas cosas acerca de ellos. Que se alejan a las zonas elevadas para pasar la noche, pero que regresan a media mañana del día siguiente. Que son huidizos, pero que manteniendo una cierta distancia te observan con curiosidad. Que el gran grupo es numeroso, pero que el rebaño se fragmenta, pudiendo encontrar tríos, parejas, o incluso individuos en solitario. Y también he aprendido que con suerte puedes llegar a sorprenderles.
La mañana siguiente a la primera gran nevada del pasado Diciembre, salí de casa pensando en imágenes suyas con la nieve como decorado. Las condiciones eran fantásticamente malas. Nieve virgen, que ademas me indicaba que nadie había pasado, y niebla parcialmente densa para completar la escena.
Durante bastante tiempo fue desalentador. Avanzar era fatigoso y aunque había marcas en la nieve que delataban su presencia, no se les veía.
Finalmente pude divisarlos en la distancia, aunque no me permitían acercarme y obtener mi imagen deseada. Seguí avanzando… y mi perseverancia fue recompensada.
Se encontraba en una vaguada donde mi posición era dominante. Si me agachaba no podía verme y gracias al viento tampoco oírme. Observé hacía donde se dirigía y casi reptando me desplace hasta un punto donde podía esperarlo en su avance.
Llegue apenas medio minuto antes que él. Tiempo suficiente para preparar la cámara y prepararme yo. Cuando apareció me incorpore ligeramente y fue entonces cuando noto mi presencia. Se giró, me miro y en apenas un segundo emprendió la huida. Tiempo suficiente para tener su recuerdo y una imagen de por vida.

Vestido para el blanco
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